viernes, 8 de noviembre de 2013

Saudade de cuerpo negro


Pueda decirme del amor (que tuve),
Que no sea inmortal puesto que es llama,
Pero sea infinito mientras dure[1].
Esa fue la declaración de principios de él,
esposo de Baritiça, hija del cacique indio Tibiriça.

El viaje fue su principal estrategia,
empezó en el puerto de Lisboa en Portugal,
negocios familiares lo llevaron a recorrer el Sena, el Rin, el Támesis,
el océano Índico, Mediterráneo, Polinésico, Nórdico,  
cuando hubo constituido un capital notable se permitió un palacio estilo imperial a orillas del Sena.

Después de algunos años incendió su propia casa con algunos sirvientes adentro.
Acusado de locura,
después de haber reducido a cenizas su proyecto de respetable comerciante,
huyó de nuevo al puerto de Lisboa,
allí se embarcó en busca de una nueva vida,
La edad de oro anunciada por América,
La edad de oro y todas las girls[2].

Como una deuda cobrada por su locura,
su barco nunca llegó al Nuevo continente,
una sucesión de tormentas lo redujeron a pedazos,
sus planes naufragaron una vez más,
sus objetos de conquista, o de huida, se hundieron en el Atlántico,
pero su cuerpo, o tal vez su esencia se aferró,
encalló en las playas de São Vicente.  

Allí el vacío,
rodeado de extraños sonidos e imágenes,
revivió su viejo sueño de encontrar un maestro,
alguien que le ensañara a liberarse de ese fantasma que lo acusaba de locura.

Encontró una mujer, acompañada de todo un renacer,
miles de indios prestos a la guerra y al canibalismo
tomaron sus palabras y abrieron su corazón al espíritu,
le demostraron que no podía concebir un espíritu sin el cuerpo.

Él se casó con Baritiça y amó a innumerables,
aportó a la genealogía,
frustrado, nunca pudo estar seguro sobre su cuerpo,
que debió haberse hundido en el Atlántico,
como aquel palacio blanco en la vieja Europa,
saudade de un cuerpo negro que bogara por el Amazonas,
fantasma insaciable de infinitas conquistas, de aventuras renovadas,
se embarcó hacia el interior del continente por la ruta de la serpiente sin ojos,
mientras partía, despojado de ese amor, vio nacer el carnaval y la poesía,
nadie pueda decir su último puerto. 




 



[1] Vinícius de Moraes, Soneto de Fidelidad,  1946.            
[2] Oswald Andrade, Manifiesto Antropofagia, 1928.         

No hay comentarios: