Pueda decirme del amor (que tuve),
Que no sea inmortal puesto que es llama,
Pero sea infinito mientras dure[1].
Esa fue la
declaración de principios de él,
esposo de
Baritiça, hija del cacique indio Tibiriça.
El viaje fue su
principal estrategia,
empezó en el
puerto de Lisboa en Portugal,
negocios
familiares lo llevaron a recorrer el Sena, el Rin, el Támesis,
el océano Índico,
Mediterráneo, Polinésico, Nórdico,
cuando hubo constituido
un capital notable se permitió un palacio estilo imperial a orillas del Sena.
Después de
algunos años incendió su propia casa con algunos sirvientes adentro.
Acusado de
locura,
después de haber
reducido a cenizas su proyecto de respetable comerciante,
huyó de nuevo al
puerto de Lisboa,
allí se embarcó
en busca de una nueva vida,
La edad de oro anunciada por América,
La edad de oro y todas las girls[2].
Como una deuda
cobrada por su locura,
su barco nunca
llegó al Nuevo continente,
una sucesión de
tormentas lo redujeron a pedazos,
sus planes naufragaron
una vez más,
sus objetos de
conquista, o de huida, se hundieron en el Atlántico,
pero su cuerpo,
o tal vez su esencia se aferró,
encalló en las
playas de São Vicente.
Allí el vacío,
rodeado de
extraños sonidos e imágenes,
revivió su viejo
sueño de encontrar un maestro,
alguien que le
ensañara a liberarse de ese fantasma que lo acusaba de locura.
Encontró una
mujer, acompañada de todo un renacer,
miles de indios
prestos a la guerra y al canibalismo
tomaron sus
palabras y abrieron su corazón al espíritu,
le demostraron
que no podía concebir un espíritu sin el cuerpo.
Él se casó con
Baritiça y amó a innumerables,
aportó a la
genealogía,
frustrado, nunca
pudo estar seguro sobre su cuerpo,
que debió
haberse hundido en el Atlántico,
como aquel palacio
blanco en la vieja Europa,
saudade de un
cuerpo negro que bogara por el Amazonas,
fantasma
insaciable de infinitas conquistas, de aventuras renovadas,
se embarcó hacia
el interior del continente por la ruta de la serpiente sin ojos,
mientras partía,
despojado de ese amor, vio nacer el carnaval y la poesía,
nadie pueda
decir su último puerto.
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